QUIÉN hay detrás

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TÍTULO: El corazón de las tinieblas. Publicado al comenzar el siglo XX.


AUTOR: Joseph Conrad (1857-1924). Escritor de origen polaco nacionalizado inglés. En inglés escribió su obra y es tenido como uno de los mejores novelistas en dicha lengua. Pero, ¡Ojo con la traducción! Uno no puede fiarse mucho de un traductor que traduce el agua dulce del gran río Congo como agua fresca (fresh water, en inglés).


Editorial: Biblioteca EL MUNDO, 111 páginas.


http://mural.uv.es/deladel/El%20corazon%20de%20las%20tinieblas.pdf




Como se ve, la obra es del género de novela corta, cosa que el autor consigue buscando la colaboración del lector al que deja la posibilidad de rematar detalles, incluso complejos, de larga duración e importantes, a lo largo de todo el relato. Contrasta con esos gordos bestsellers que entre móvil y móvil se ven devorados en el Metro.


Es el caso del arreglo y reflotación del barco averiado y hundido que el protagonista se encuentra en la Estación a su llegada y para su propia sorpresa. La estación era la sede del negocio colonial situada junto al río y a la que acudió muy bien recomendado. Su trabajo debía durar tres meses en espera de remaches que nunca llegaban. En vista de ello el autor decide liberar al lector de semejante pesadilla y en un pispás le presenta el vapor (leña de combustible para la caldera) navegando de nuevo por el río.


Otro tanto ocurre con una avería posterior, hacia el final de la novela:

… estaba ayudando [Marlow. el protagonista relator de la novela y alter ego de nuestro autor] al maquinista a desarmar los cilindros dañados, a fortalecer las bielas encorvadas, y otras cosas por el estilo. Vivía en una confusión infernal de herrumbre: limaduras, tuercas, clavijas, llaves, martillos, barrenos, cosas que detesto porque jamás me he logrado entender bien con ellas. Estaba trabajando en una pequeña fragua que por fortuna teníamos a bordo …

El entendimiento del autor con esas cosas tampoco parece ser ni sólido ni coherente a pesar de su experiencia como navegante. Dice Marlow al principio, antes de ir al Congo Belga … ¡Yo iba a hacerme cargo de un vapor de dos centavos! (un vapor de hojalata).

Dudoso es que en tal vapor hubiera una fragua para enderezar las bielas de un motor.


El lector debe estar atento a los detalles para poderse reservar mejor al corazón de lo tratado. Por ejemplo, los peregrinos son mencionados así, como tales, en 34 ocasiones. Uno termina pensando en los del Camino de Santiago, con su bordón, y se hace un lío. Pues no; esos son presentados al principio como quienes           

Caminaban de un lado a otro con sus absurdos palos en la mano, como una multitud de peregrinos embrujados en el interior de una cerca podrida.

Nuestro autor no explica nunca para qué podrían usarse esos largos palos que incluso acompañaban el sueño de los peregrinos. Prefiere que sea el lector quien lo descubra. Éste, en su trabajoso análisis de la topografía del río, tal como se relata en la novela, ha decidido que los supuestos bordones no son otra cosa sino herramientas de detección y evitación de bajíos en el curso del río.

Ahora, la presencia urgente de unos recuerdos míos.


Cuando empecé a leer la novela, y viendo que el río Congo estaba por medio, pensé que una vez leído habría de regalárselo a mi amigo Paco que asimismo vivió algún tiempo junto a él; me ha contado anécdotas muy simpáticas de su experiencia allí. Sin embargo, al avanzar en la lectura vi que sería injusto agobiar el corazón de mi fatigado amigo con tanta tiniebla, y desistí; él me lo ha agradecido.


En un momento dado yo mismo me sentí muy unido a los peregrinos a los que

se les daba tres pedazos de alambre de cobre a la semana, cada uno de nueve pulgadas de longitud. En teoría aquella moneda les permitiría comprar sus provisiones en las aldeas a lo largo del río. ¡Pero hay que ver cómo funcionaba aquello! O no había aldeas, o la población era hostil, o el director que, como el resto de nosotros, se alimentaba a base de latas de conserva que ocasionalmente nos ofrecían carne de viejo macho cabrío, se negaba a que el vapor se detuviera por alguna razón más o menos recóndita.

En mi caso, en los primeros tiempos de nuestra postguerra civil, yo, bien niño, me dediqué a rebuscar cobre en forma de cable o de lo que fuera, para venderlo. Siempre se encontraba el ansiado metal en un pueblo pesquero en el que los barcos solían producir algo de chatarra en sus reparaciones.


El último recuerdo me viene de la mano de mi amigo Philippe de Leotard (Dijon, 1965) que me contó su vida en Avidjan, Cote D´ivoire. Había pasado el tiempo en que los elefantes africanos abandonaron a sus dentistas para que dejaran de extraerles los colmillos en perjuicio del progreso colonial que en adelante tendría dificultades para fabricar con su marfil teclas de piano, bolas de billar, abanicos, retablos en bajorrelieve, estatuas, fichas de dominó y demás cosas útiles. Nunca he podido explicarme cómo de unas piezas medio troncocónicas de diámetros reducidos se pueden obtener grandes Cristos crucificados o extensos planos para trípticos.


Mi amigo no se privaba de costa alguna: la del Marfil en el África negra y la de Oro de su Borgoña. Tuve ocasión de admirar la belleza incomparable de esta última cierto otoño viajando desde Dijon a la renana Overhaussen: las vides amarillentas que coloreaban entonces las laderas, no se olvidan fácilmente. En otro sitio hablo de la fama que adquirió esa ciudad alemana con ocasión de un pulpo que habitaba en su zoo cuando en 2010 se jugaba el campeonato mundial de futbol que ganó España en Sudáfrica.


Volviendo a la novela, nuestro autor pone en boca de Marlow:

Observar una costa que se desliza ante un barco equivale a pensar en un enigma.

Él se había embarcado en un barco francés rumbo al Congo Belga al que penetraría navegando el gran río arriba. El marfil hace su presentación nueve páginas más tarde. Yo pensaba que este codiciado material había de proceder, precisamente, del país denominado Costa de Marfil, pero no: Aunque el Congo Belga no tiene apenas costa, sí tiene más extensión y más profundidad. Y más marfil.

Todo lo demás que había en el campamento estaba presidido por la confusión; personas, cosas, edificios. Cordones de negros sucios con los pies aplastados llegaban y volvían a marcharse; una corriente de productos manufacturados, algodón de desecho, cuentas de colores, alambres de latón, era enviada a lo más profundo de las tinieblas, y a cambio de eso volvían preciosos cargamentos de marfil.

He aquí el núcleo duro de la acción civilizadora de los belgas tan bien resumida por su rey Leopoldo II en 1879:

“Abrir a la civilización la única parte de nuestro globo en el que el Cristianismo todavía no ha penetrado y atravesar la oscuridad que envuelve a su entera población”.

Esto nos da pie para acercarnos al corazón de las tinieblas representado en el personaje más significativo de la obra: El Sr. Kurtz. La lectura nos informa de que este señor residía en el interior, en el corazón del Congo; que era un agente de primera clase, una persona notable: enviaba tanto marfil como todos los demás agentes juntos. Era el mejor, un hombre excepcional, de la mayor importancia para la compañía. Un prodigio, un emisario de la piedad, la ciencia y el progreso, un genio universal.


Marlow, en un momento dado de su camino hacia el Sr. Kurtz, dice: “me sentí como herido por un rayo ante la idea de haber perdido el inestimable privilegio de escuchar al excepcional Kurtz”.


Toda Europa participó en la educación de Kurtz. La Sociedad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes le había confiado la misión de hacer un informe que le sirviera en el futuro como guía. Era elocuente, una vibrante y magnífica pieza literaria, pero demasiado idealista. Lo escribió antes de que sus nervios se vieran afectados y lo llevaran a presidir ciertas danzas a media noche que terminaban con ritos inexpresables, ofrecidos en su honor: como tributo al señor Kurtz.


Decía Kurtz: "Por el simple ejercicio de nuestra voluntad podemos ejercer un poder para el bien prácticamente ilimitado”. Sus palabras nobles y ardientes y su benevolencia augusta hacían estremecer de entusiasmo.


Al final de aquella apelación patética a todos los sentimientos altruistas, llegaba a deslumbrar, luminosa y terrible, como un relámpago en un cielo sereno: "¡Exterminad a estos bárbaros!"


Al pintoresco ruso que aparece en la segunda parte alguien pregunta: ¿No habla usted con el señor Kurtz? Y él responde: Con ese hombre no se habla, se le escucha. Y en otro lugar: Kurtz logró que la tribu lo siguiera: Lo adoraban. No se puede juzgar al señor Kurtz como a un hombre ordinario. El señor Kurtz no podía estar loco.


El ruso explicaba que sólo recientemente había vuelto el señor Kurtz al río, trayendo consigo a aquellos hombres de la tribu del lago. Había estado ausente durante varios meses, seguramente, haciéndose adorar.


Palabras de Marlow:

Dirigí los binoculares hacia la casa el señor Kurtz. Después hice un movimiento brusco y uno de los postes que quedaban de la desaparecida empalizada apareció en el campo visual. Me habían llamado la atención los intentos de ornamentación que contrastaban con el aspecto ruinoso del lugar. En aquel momento pude tener una visión más cercana, y examiné cada poste comprobando que aquellos bultos redondos no eran motivos ornamentales sino simbólicos: Eran cabezas clavadas en las estacas.


El director dijo más tarde que los métodos del señor Kurtz habían constituido la ruina de aquella región. Que esas cabezas permanecieran allí sólo mostraba que el señor Kurtz carecía de frenos para satisfacer sus apetitos. La selva había logrado poseerlo pronto y se había vengado en él de la fantástica invasión de que había sido objeto.


El ruso no se atrevió a quitar aquellos símbolos, no por miedo a los nativos, que no se moverían a menos que el señor Kurtz se lo ordenara. Su ascendiente sobre ellos era extraordinario. Los campamentos de aquella gente rodeaban el lugar y sus jefes iban diariamente a visitarlo. Se hubieran arrastrado...


Si [el ruso ]hubiera tenido necesidad de arrastrarse ante el señor Kurtz, lo hubiera hecho como el salvaje más auténtico de todos ellos.


El director salió y dijo: Está muy mal, muy mal [muy enfermo, el señor Kurtz]. No podemos dejar de reconocer que el señor Kurtz ha hecho más daño que bien a la compañía.


Los adoradores del señor Kurtz [moribundo] sostenían su inquieta vigilia. El monótono redoble de un tambor llenaba el aire con golpes sordos y con una vibración prolongada. El continuo zumbido de muchos hombres que cantaban algún conjuro sobrenatural salía del negro y uniforme muro vegetal, como un zumbido de abejas.


La sombra del Kurtz original frecuentaba la cabecera de aquella sombra vacía cuyo destino era ser enterrada en el seno de una tierra primigenia. Pero tanto el diabólico amor como el odio sobrenatural de los misterios que había penetrado luchaban por la posesión de aquella alma saciada de emociones primitivas, ávida de gloria falsa, de distinción fingida y de todas las apariencias de éxito y poder.


El Sr. Kurtz muere en la página 110


Opiniones post mortem


Kurtz en realidad no sabía escribir, pero, ¡cielos!, qué manera de hablar la de aquel hombre. Electrizaba a las multitudes. Podía convencerse y llegar a creer cualquier cosa. Hubiera podido ser un espléndido dirigente para un partido extremista.


Su prometida, un año después de su muerte:

Era imposible no amarlo. Nadie lo conocía mejor que yo! ¡Yo merecí toda su noble confianza! he sido digna de él... No se trata de orgullo... De lo que me enorgullezco es de saber que he podido entenderlo mejor que cualquier otra persona en el mundo... Él mismo me lo dijo. ¿Quién, que lo hubiera oído hablar una sola vez no se convertía en su amigo? Atraía a los hombres hacia él por lo que había de mejor en ellos. Es el don de los grandes hombres. ¡Qué pérdida ha sido para mí... para nosotros …Para el mundo. He sido muy feliz, muy afortunada. Demasiado feliz. Demasiado afortunada por un breve tiempo. Y ahora soy desgraciada... para toda la vida.


Mi opinión post vitam

Yo he tenido que vérmelas con un sujeto que compartía muchas cualidades con este último protagonista. No sé si sabía escribir porque siempre se negó a darme por escrito lo que decía. Pero hay que ver cómo hablaba: encandilaba al personal (claro, a los que no lo conocían todavía). Yo lo tenía por un encantador de serpientes aunque él se preciaba en público de ser sólo una mosca cojonera. Metido en política, se habría hecho de oro. Los que lo iban conociendo ya mostraban su desafección hacia él, ya se admiraban de su capacidad para engañar a tanta gente, incluso a gente importante.

Tenía sus seguidores incondicionales a los que algunos denominaban sus palmeros y otros, su clac, y a los que él manejaba con habilidad a su conveniencia.