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CAPADOCIA


En la antigua Capadocia había cierto monasterio en lo alto de una montaña, que tenía una especie de franquicia abajo en el valle, junto al río; la llamaban Colmenarejo porque allí pastoreaban los monjes unas abejas que daban miel de excelente calidad. Sólo se alimentaban en flores selectas, de alta gama, tales como camelias, orquídeas y tulipanes. Aquella miel era muy solicitada por todos los que turisteaban aquellos lugares para disfrutar del Jardín de las delicias que había pintado para los monjes el mismísimo Bosco y que la gente podía contemplar desde lo alto de unos globos aerostáticos muy variopintados.  

En Colmenarejo existían unas viejas celdas que podían ocupar los fines de semana aquellos monjes que se hubieran portado bien; entonces recibían del abad un pase de pernocta al efecto.

Había un monje que era un santo (el monje M) y que, por consiguiente, pasaba con frecuencia sus fines de semana en Colmenarejo.

Entre Colmenarejo y el monasterio había un solo camino largo, empinado y sinuoso. La condición que imponía el abad a los del finde era que cuando hicieran el viaje, tanto de subida como de bajada habían de iniciarlo a la misma hora, concretamente, a la de laudes (exactamente a las 7 de la mañana) a fin de llegar a destino para el desayuno (hora de tercia).

M era muy disciplinado y salía en punto pero era un tanto descuidado en la hora de llegada, al extremo de quedarse muchas veces sin desayunar. Eso no le importaba a él, tan santo como era, porque así tenía ocasión de ofrecer su ayuno en beneficio de la conversión de los corruptos pecadores que siempre ha habido.

El sábado que le tocaba, M salía gozoso del monasterio a las 7 de la mañana en punto caminando al ritmo que a cada momento le pedía su cuerpo: ya se paraba a contemplar el sol en su amanecida o correteaba alegre entre las amapolas de las laderas. Tampoco hacía ascos a sentarse en una piedra para liar un cigarrillo. Alguna vez tuvo la fugaz visión de una mujer desnuda que terminó ocultándose tras un recodo del camino; entonces se apresuró hacia el lugar por si le estuviese esperando escondida tras alguna planta de jara en flor. A él nunca le esperaba nadie.

Llegaba a Colmenarejo sin siquiera mirar al sol que era su reloj, y allí pasaba el resto del día, y la noche de sábado a domingo. Disfrutaba catando colmenas y la miel de las hermanas abejas. Todo muy bucólico. Muy geórgico, habría que decir, más bien.

La madrugada del domingo ponía en pie a M que también a las 7 en punto empezaba a caminar cuesta arriba. Su andadura de subida se parecía mucho a la de bajada, así que a la hora de sexta ya estaba en el monasterio dispuesto para comer y para dar gracias a Dios por el buen finde disfrutado.

Así ocurrió durante varios fines de semana seguidos y algún que otro alterno. No se sabe si por el aburrimiento a que siempre conduce la rutina o porque además de santo parece que era observador, el caso es que empezó a anotar algunas cosas relacionadas con su experiencia. Primero se dio cuenta de que en los dos viajes de un fin de semana había pasado por el mismo lugar, a la misma hora, el sábado y el domingo. La cosa le pareció un tanto rara y no llegó a explicársela.

Vio que esto ocurría todos los findes si bien el sitio y la hora resultaban distintos cada vez. Además observó que ese “mismo lugar” siempre estaba más cerca de Colmenarejo que del monasterio.

Transmitió sus observaciones al abad que, como lo observado no era de carácter divino, y no se fiaba mucho de M (en el monasterio lo tenían por un poco pasmado), le recomendó que todo aquello me lo propusiera a mí que al parecer, sí era de fiar, para que yo explicara los hechos de forma plausible.

Efectivamente yo era de fiar. Por aquel tiempo ejercía de banquero en el lugar y fiaba a la gente con el mayor interés.

Me lo contó, me quedé con la copla y la rumié. Coincidió esto con la llegada de un rebaño de turistas entre los cuales había un argentino que, naturalmente, era psicólogo. Me puse en contacto con él, le conté el caso y, sin dudarlo me replicó: ese monje M tiene sin duda una doble personalidad. Por ahí es por donde debe usted enfocar la cuestión. Si quiere, yo puedo ayudarle con esta varita mágica que tengo (y se sacó una de la manga).

Me la alargó mientras contaba no recuerdo cuántas cosas de Freud, y nos despedimos. Al día siguiente, aprovechando una visita que hice al abad para tampoco recuerdo qué, y con ocasión de coincidir en el monasterio con M y varios monjes más, cuando M estaba de espaldas le di una sacudida de varita y, por arte de electrolisis mágica quedó dividido en los dos que era: Ms (monje de subida) y Mb (monje de bajada). M siguió su charla con los colegas como si tal cosa, y conmigo se vinieron Ms y Mb a los que persuadí para que me acompañaran a hacer un viaje virtual a, y desde Colmenarejo.

A las 7 en punto de una mañana virtual los coloqué a ambos en sus respectivos puntos de arranque y a mi grito de hala! se pusieron a andar. Sus velocidades eran diferentes y variables, pero los tres pudimos apreciar varias cosas:

- El espacio S a recorrer por ambos era el mismo.

- El tiempo Ts que tardó el de subida fue mayor que Tb (el tiempo de bajada). Se ve que la cuesta lentificaba el paso. Ms y Mb pudieron medir sus tiempos porque para eso los doté de sendos smart watches de Orange ya que los de Aple aún no existían.

- Las velocidades aunque distintas y  variables pudieron expresarse como valor medio por:

Vs = S / Ts

Vb = S / Tb

Como Ts > Tb también era Vs < Vb.

- Ambos constataron que se habían cruzado en un momento que los dos pudieron señalar en su reloj como tiempo de cruce Tc (desde el origen de cada uno al encuentro y, naturalmente, igual para los dos ya que habían partido en el mismo instante).

- La distancia al sitio del cruce desde Colmenarejo fue de ( Vs × Tc ) y la que hubo desde el monasterio al cruce fue de ( Vb × Tc ).  Es decir, el punto de cruce estaba más lejos del monasterio que de Colmenarejo. Pero estaba materializado en un punto determinado por el escalar tiempo Tc.


Con las mismas les di a los dos un espaldarazo de varita, desaparecieron para reintegrase en M y yo me quedé con la varita mágica para devolvérsela como principal al argentino. Llegué a tiempo justo antes de que reemprendiera el regreso de su viaje turistoso (de menor valencia que uno turístico). Como interés por el préstamo de la varita le entregué un tarro de rica miel que el abad me había regalado unos días antes. Y aquí se acaba la historia y para mí, el problema.