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QUIÉN hay detrás

QUÉ hay detrás

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Jean-Joseph Surin coincidió con Grandier en el colegio de los jesuitas de Burdeos y cuando llegó a Loudun en 1634, el párroco ya había muerto.

Desde que tuvo uso de razón se sintió atraído por el reino de la Divinidad. Rico y distinguido, pertenecía a una familia piadosa hasta al sacrificio; fue educado bajo una severidad grande y sistemática.

Ya con doce años acudía a las clases que la hermana Isabel de los Ángeles daba en el Convento de Carmelitas de Burdeos. Era la abadesa, una española compañera de Sta. Teresa, encargada de introducir en Francia la reforma carmelitana de la Santa de Ávila que incluía, naturalmente, su mística doctrina de difíciles experiencias religiosas.

Surin murió virgen. La mayor parte de sus obras literarias fueron condenadas a la hoguera, y él se sintió orgulloso de no haber alcanzado la fama y de ser execrado. Penosamente, con heroica perseverancia y contra increíbles obstáculos, se impuso a sí mismo la tarea de alcanzar la perfección cristiana.


Vamos a adentrarnos ya, aunque sin demasiada prolijidad, en el núcleo del libro, es decir, en lo de la posesión diabólica y su consecuencia. Resumiendo, las monjas ursulinas estaban poseídas por el diablo gracias a la intermediación del brujo y hechicero Grandier y, por tanto había que quemar a éste para arreglar el problema. Y se le quemó.

Pero, naturalmente, el problema no se arregló y sor Juana siguió haciendo de las suyas con derivaciones de milagros propios y autopropaganda a lo largo y ancho de toda Francia. El P. Surin había sido llamado a arreglar la cosa pero parece que sus tesis místicas no dieron para tanto aunque sí para su propia destrucción.

El lector habrá observado ya que con los mimbres que había en el convento de las ursulinas se podían fabricar centenares de cestos para contener apariciones, brujerías, íncubos, paroxismos, embarazos de ficción, trastornos varios, conversaciones endemoniadas, espectáculos inmundos, fantasmas y fantasías y todo lo demoniaco que uno pueda imaginar. Siempre a cargo de los demonios (especializados y de nombres diversos) que intervenían por cuenta de Grandier (o, quien sabe si la cosa no sería al revés).

Todo el mundo creía en los demonios, su existencia, su poder y la manifestación de éste en sus hechos. Era lo natural en el ámbito de la Iglesia. Después de todo, la Biblia está plagada de ellos, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento y, como se sabe, la Biblia es palabra de Dios. Así pues, los ángeles malos existían en el siglo XVII, y los buenos son aun dogma de fe en el primer cuarto del siglo XXI. Es lógico porque ayudan mucho a esclarecer misterios como los del pecado original y la Encarnación Divina.

En el siglo XVII todos los teólogos de Francia aceptaban la realidad de la hechicería, pero no todos los clérigos franceses practicaban la caza del hechicero. A muchos, les parecía indecorosa y una amenaza para el buen orden y la tranquilidad pública, deploraban el exagerado celo de sus colegas más fanáticos, y hacían cuanto podían para sofrenarlo. Una actitud similar se observaba entre los juristas. [Había, pues, de todo: Alguien podía sentirse feliz] ... al saber que una mujer iba a la hoguera porque, habiéndose orinado en un agujero, se formó una nube de granizo que arrasó los campos de su aldea.

La actitud oficial de la Iglesia era que la incredulidad con respecto a la brujería constituía una herejía, aunque no acarreaba un peligro inmediato de castigo para el sospechoso de incredulidad de la verdad católica.

Entre la gente sensata al respecto se encontraba Montaigne, un virtuoso y practicante católico de fe inquebrantable que, justamente por ello, se andaba con pies de plomo al expresar su opinión en el Libro III de sus Ensayos (Capítulo 11): “Después de todo, es dar mucho valor a una opinión particular, eso de tostar a un hombre vivo en atención a la brujería.”

Santo Tomás, era llamado Doctor Angélico, seguramente porque era el que más sabía de ángeles, buenos o malos. Lucía Bosé, ahora mismo, también entiende mucho de ángeles: los tiene guardados en su museo de Turégano. Pues bien, el santo, asimismo italiano, dice en su comentario sobre el Libro de Job:

“Debemos confesar que los demonios, con el permiso de Dios, pueden transformar el aire, promover tempestades y hacer caer el fuego del cielo: el poder natural de los demonios es suficiente para causar tales fenómenos.

No hay enfermedad, ya sea la lepra o la epilepsia, que no pueda ser causada por los hechiceros, con el permiso de Dios. Y esto se halla probado por el hecho de que ninguna especie de dolencia está excluida por los doctores”.

La autoridad de los doctores está confirmada por las observaciones personales de Santo Tomás:

“Pues hemos encontrado con frecuencia que algunas personas han padecido epilepsia o mal de gota ocasionados por huevos que habían sido enterrados con cuerpos muertos, especialmente cadáveres de brujas.”

Bueno, pues con estos nuevos mimbres ya tenemos material para fabricar los cestos determinantes de un proceso y un patíbulo. Grandier era un golfo indeseable e indeseado (por los hombres), pero nunca entró en el convento de las ursulinas; parece difícil, pues, que pudiera actuar en directo sobre las monjas, a no ser mediante un mando a distancia, que era cosa desconocida por Santo Tomás.

Trincant, el fiscal, actuó como un miserable frente a Marthe. Sor Juana era una histérica y

lo que pudieran decir aquellas mujeres salidas de sí, no era sino producto de su propio estado morboso: una cerrada y tenebrosa melancolía mezclada con un toque de furor uterinus. Privadas de los hombres, las pobres chicas necesitaban soñar con algún íncubo.

Añádase a todo ello el papel de los exorcistas, de los frailes regulares enemigos de los clérigos seculares (y viceversa), de los protestantes frotándose las manos al ver a un cura papal en la hoguera, de los que necesitaban ser fieles a un cardenal todopoderoso con nombre de acorazado francés, y de todo género de dependencias locales y nacionales, tanto políticas como religiosas. Así se llegó a la escena en que Grandier torturado vivo, quedó tostado.

Pero será mejor que el lector se adentre él mismo en los entresijos de la intriga para que pueda juzgar por su cuenta. No tiene más que pinchar en el siguiente enlace (he de advertir que, en esta edición digital,  hay 12 páginas en blanco: las comprendidas entre las 109 y 121; y que las páginas de la edición digital no se corresponden con las de la edición en papel):

http://biblio3.url.edu.gt/Libros/2011/los_demo.pdf

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