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AGUSTÍN RODRÍGUEZ FERNÁNDEZ


Agustín Rodríguez Fernández nace el año 1936 en el bello pueblo de Riofrío de Aliste, allí donde la provincia de Zamora tiene el gatillo de su pistola. Con ello entra por derecho propio en la nómina de grandes poetas zamoranos según dejé dicho en la presentación que recientemente hice en esta misma Casa al poeta zamorano y universal, Jesús Hilario Tundidor.


Agustín Rodríguez ha colaborado en revistas de poesía como Cuadernos de poesía nueva y Valor de la palabra; ha ganado numerosos premios literarios entre los que quisiera destacar el Primer Premio del Certamen poético Internacional Ciudad de Trujillo. Tiene publicados estos libros de poesía: Soledad de la palabra (1983); Exploración del fuego (1989); Travesía de Trujillo (1998); Señales de vida (2001), y Carta a mis esfinges (2008).


A Agustín yo lo conozco desde siempre porque, aunque no lo sabía, siempre lo he llevado en mi compañía. Para decirlo sin más tardanza: es el poeta que a mí me hubiera gustado ser. Y es lástima que no lo haya sido, porque yo hubiera podido llegar a ser un poeta elegante, profundo de profundidades profundas, serio de contenidos y elegante de cuidadas formas. Preciso y de buen gusto, auténtico sin concesiones, meticuloso hasta en el sonido que inunda su palabra, hasta en la imagen que acompaña a su voz.


Generoso y sensible, me dio un día a conocer su obra, una pequeña muestra de su obra: Carta a mis esfinges. El poemario es un almacén de sabiduría y sensibilidad, cuya puerta se cierra con un gran letrero que dice: “No se admiten reclamaciones”. Que seguramente se inspira en esos @ que de vez en cuando te manda el sistema conminándote a que no respondas, que se trata de un mensaje institucional.


Pero nuestro poeta no es tan frío como el sistema y nos explica el letrero:


Sois mis testigos. Sois mi coartada.

con vosotros recorro los caminos,

eruptivo y celeste, a mi manera.


Las esfinges que tiene Agustín Rodríguez, ya lo intuíamos, son de esas que no contestan, unas que, como ya lo sabemos, nos estimulan a seguir insistiendo con numerosas preguntas por si alguna vez hubiera suerte y al menos una de ellas nos desvelara el misterio. No caerá esa breva, que es cosa de agradecer, porque de caer, se habrá acabado la poesía; y la filosofía, también. Entretanto, sin embargo, Agustín sigue escribiéndoles porque en el peor de los casos eso le da placer en el ejercicio de la pluma y mejora en su camino de perfección.


Esfinges como rompeolas que hacen espuma de sus versos que nos saltan a la cabeza con escala en el corazón. Esfinges que necesitamos: de tan necesarias, resultan imprescindibles. Sin ellas y un grano de locura, la vida sobre la tierra sería insoportable; por eso Erasmo elogiaba a la locura. Las esfinges no contestan pero suministran a los hombres la materia prima de sus religiones, su filosofía y su ciencia. Y la poesía es el notario que da cuenta.


De corazón blando, Agustín hace de vez en cuando una excepción y admite reclamaciones de sus íntimos. Y deshoja su libro para evitar reproches, para que la negra melancolía, si se me permite la redundancia, no se suba de tono, para que el sabio almacén conserve su equilibrio.


Es un equilibrio conseguido con el esfuerzo y con la gratificación de tres carreras de letras: Periodismo, Filosofía y Teología. Y la obra, un emparedado de amor entre la vida y la muerte tal como le enseñó Miguel Hernández. En cambio, no hace caso a Sófocles y sigue preguntando a sus esfinges por los arcanos que ocultan. Es esto lo que más intensamente activa la ocupación de nuestro poeta. No desperdicia la palabra que le queda.


Y es que vas a la consulta de Agustín y le dices: A mí, lo que me pasa es que a veces …

Él no te deja terminar, coge su lupa de escrutar, te mira por la pupila y te hace un soneto. Vamos, no es que te lo haga, es que te lo tiene ya hecho. Ya hace tiempo que lo hizo. Y si al pagarle la consulta con una sonrisa descubre tu gesto de sorpresa va y te dice tan fresco: Es que, sabes? Homo sum, humani nihil a me alienum puto, que diría Terencio en una ocasión semejante.


Y cuando te vas despacio para casa, rumiando el final, te dices: Pero cómo es posible que supiera


Cómo sube a mi voz la rebeldía

de tu recuerdo, cuánta sombra empleo

en que me duela más la primavera.


Las entradillas de sus poemas, latinas o no, son mucho más que un alarde de erudito. Son su biografía, y desde luego, su bibliografía. En Agustín, todo tiene su aquel: La esmerada presentación de sus ediciones personales, el amoroso cuidado con que corrige uno a uno los ejemplares salidos de sus manos cuando se escapó algún gazapo tipográfico, las ilustraciones fotográficas tan bellas y adecuadas al texto, la cuidada ejecución pendiente del más pequeño detalle …


La poesía de Agustín Rodríguez es fruto maduro del hombre asimismo maduro que aún no está de vuelta: que está al mismo tiempo acá y allá, ése a quien la melancolía mantiene vivo:


Vengo de recorrer tus pabellones,

de aprender tu lección, melancolía.


Como nuestro poeta tiene la carrera de Periodismo, la ejerce en plan moderno, como los chicos de la prensa de ahora que no ponen signos de interrogación a sus preguntas; se limitan a hacer una breve y neutra exposición a su interlocutor para darle ocasión de que responda a su manera. Como le hicieran a Frank Sinatra para que respondiera con su canto. Pero no, a la esfinge esto no le mueve, y guarda la respuesta entre sus maxilares apretados:


Soy un eco de ayer, que, en vuelo impuro

busca la certidumbre de lo incierto,

dando tu nombre, Dios, a este vacío.


En este otro cuarteto ya no va de periodista. Va directamente al grano de las interrogaciones; y la esfinge, quieta y callada:


¿Por qué, por qué, por qué, por qué tristeza

es nuestro nombre, Dios, nuestro apellido?

¿Por qué es muerte la rosa, va al olvido

la memoria, y al viento la belleza?


Como todo sabio, Agustín Rodríguez sabe poco, pero lo poco que sabe es mucho y muy importante. Sabe que existe, y lo sabe porque tiene la palabra, porque anda erguido y se doblega ante la ternura, porque es presa del amor que le empuja a lo alto …


Porque acecho a la niebla y al destello,

y a un surtidor de altura silenciosa

que invita a lo imposible al pensamiento.


En el segundo cuarteto de La perpetua invitación, nuestro poeta decide hacer caso a Sófocles cuando le dijo desde Edipo Rey que la enigmática esfinge nos obligó / a clavar nuestros ojos en los males presentes, / y a olvidar los envueltos en misterio. Así nos hace esta invitación:


Y, como el corazón se transfigura,

en el amor, y la mar, en la marea …,

transfigura tu afán, dale tarea,

pon en órbita el paso y la aventura.


En éstas estaba yo cuando cayó en mis manos desde las providentes de mi amigo Agustín, su libro Exploración del fuego. Y por si no he sabido expresar bien quien es nuestro poeta, cuáles sus inquietudes y qué le preocupa y ocupa, copiaré su breve poema Lo mío, extraído de esa joya ardiente.


Apuntaré a la luz con estas alas

ciegas, fecundaré vuelo y suspiro

hasta encontrar el centro,

el almenado ritmo.

Buscadme en la candente ceremonia

del versículo.


Pero … dínoslo tú, Agustín.




25-12-09. Mi presentación en la tertulia "Arco poético".